Ahora lo vi todo
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“Desvaloricé la maternidad, perdón”, un texto sincero sobre mi experiencia

La “maternidad” es una palabra significativa y reconfortante que tiene diferentes connotaciones para cada individuo. Sin embargo, todas las madres comparten una perspectiva similar: ser madre es una tarea desafiante y agotadora que requiere un esfuerzo diario. La verdadera comprensión del significado de la palabra solo se puede adquirir a través de la propia experiencia.

Leímos con mucho interés “La vida cotidiana de una mala madre”, texto que Asya Yavits compartió en su canal de Telegram. Aunque se lean muchos libros y se tomen cursos exhaustivos sobre maternidad, la realidad es que no siempre todo sale como se espera. Compartiremos ese escrito aquí con el permiso de la autora.

Mi vergüenza es imposible de transmitir. ¿Tienen conocidos a quienes les gusta arrojar comentarios al aire? Algo como: “La verdad es que es lamentable que no hayas podido dar a luz de una manera normal. Pero no te preocupes, eso no es lo importante. Lo relevante es que amamantas. ¿Cómo? ¿Encima no amamantas?”.

Yo no los juzgo, para nada. Y no es porque de todas formas serán juzgados por profesionales en el infierno (y sí serán), sino porque yo era aún peor.

Cuando mi amigo se convirtió en padre (y este fue el primer bebé que apareció en mi entorno), quise complacer de inmediato a la madre de su hijo. Así que le envié globos. Una enorme composición de globos directo al hospital. Era evidente que el mensajero no practicaba deportes de carrera y tampoco sabía qué significaban las cifras de su reloj. Más parecía que había pasado toda su vida entre tortugas tomando tragos de líquido de frenos. Y mi amigo, en vez de ir de una vez por todas a visitar a su pareja con el bebé, dio vueltas más de una hora esperando encontrarse con el sagrado mensajero y con mi idoneidad. Luego me enteré de que la mamá tuvo una complicada operación cesárea y pasó un día en reanimación. La primera vez que pudo ver a su bebé fue a través de un vidrio, cuando escapó de la habitación, como en una serie americana, llevando el sistema de infusión puesto.

O sea que mi regalo habría tenido sentido alguno solo si le hubiera enviado todo un camión lleno de globos para que pudiera tomar a su bebé con las manos y salir volando de ese infierno.

Para que entiendan lo discretos que son mis amigos, diré que no han dejado de hablar conmigo. ¡Me invitaron a su casa! Llegué con un juguete de baño. Con motor y música. Lo raro es que no haya llevado un tablero de ajedrez: el niño ya tenía 2 semanas. Y me sorprendió mucho que la casa no estuviera tan ordenada como de costumbre. Y en general noté (al menos no lo hice en voz alta. Envío agradecimientos a mí misma de 23 años) que mi amiga y su esposo ya no eran igual que antes: hablaban todo el tiempo sobre la leche, que ayer hubo más, pero hoy no es suficiente, pero mañana podría... ¡oh, pañal sucio!

Tomé la decisión de levantarles el ánimo con una pregunta de erudición. ¿Y qué otra pregunta pudo haber hecho un monstruo insensible como yo a los cansados padres sin dormir?: “¿En esta casa se habla de algo más aparte del pequeño Marcos?”.

Obtuve una respuesta. La leche. Encima hice una broma diciendo que la mamá tenía el pecho de Schrödinger, porque nunca se sabía con certeza si había leche ahí o no. El humor materno siempre fue uno de mis talentos. Así como la empatía. Ya que tres años atrás, con toda la seriedad del mundo, le compartí a ella unos valiosos consejos sobre cómo quedar embarazada. No, no soy ginecóloga. Y menos reproductora. PERO UNA AMIGA MÍA pudo quedar embarazada tan solo después de algunos años de intentos. ¿Cómo podría ocultar una información tan útil?

Incluso después de eso no dejaron de hablar conmigo. O eran santos, o simplemente sabían tener paciencia y esperaban que su amiga, que antes nunca tuvo hijos, pasara enfrente en ropa de posparto.

Y un año después, otra amiga dio a luz. Y de pronto me invitó a visitarla. Me sorprendió un poco que no quisiera dejar al niño en manos de alguien y venir a pasar el rato en el centro, ya que durante ese año no me volví más inteligente para nada.

Igual fui a visitarla. Con un regalo para el bebé (un juguete de baño con música, una opción ya probada) y con hambre. No, con mucha hambre. ¿Y saben qué? Ella no quiso comer nada. A mí me pareció algo obvio: ella estaba en casa todo el tiempo, debía comer a menudo. Y entre comida y comida se lavaba la cabeza. Por eso estaba quedándose calva.

De repente dijo: “Son las 17:00, voy a despertar a mi hija”. Fue ahí cuando me di cuenta de que era una madre no tan buena. No dejaba ni dormir a la bebé. Bueno, tampoco voy a ocultarlo. No me di cuenta. HABLÉ al respecto con su esposo cuando llegó a casa del trabajo. Se tomó la decisión de que, a partir de ese día, él tendría que tomarse vacaciones y ocuparse de todo, y ella tendría que volver al trabajo, ya que, de todas formas, ganaba el doble de dinero. Jajajaja, claro que no. Con un poco de ironía llegamos a la conclusión de que se volvió un poco loca con el bebé y los libros educativos. Luego seguimos tomando té en la cocina. Vaya sermón me daría a mí misma de 24 años.

... Y después yo di a luz. Y tuve una operación cesárea bajo anestesia general. Y me tocó estar en recuperación, sufriendo cuando el efecto de la anestesia comenzó a irse, con muchas ganas de recibir globos. Nada de botellas de agua o compasión, solo globos. Y después, el bebé no aumentaba de peso... y se despertaba con gritos en plena noche. Fue ahí cuando entendí que la única manera de controlarlo era no dejarlo dormir más de 2-3 horas seguidas durante el día y despertarlo.

En conclusión, directo desde la sala de recuperación, le envié mensajes a las dos muchachas con la palabra: “PERDÓNAME”.

Este, por supuesto, era un mensaje algo aterrador viniendo de una amiga que estaba en la sala de recuperación. Pero luego se dieron cuenta del motivo y aceptaron la disculpa. Y ni siquiera me enviaron enlaces al Instagram de una madre de 4 hijos, quien se fue volando con Goa al tercer día después de dar a luz, y ahora está filmando su curso de yoga “Práctica para los órganos pélvicos, oído medio y grandes mentiras”. Ya que al tercer día después del parto, por fin pude levantarme. Y de verdad creo que debería mencionarse en un punto aparte del currículum.

Después encontré en mi teléfono mensajes de mis amigas sin hijos: si quería ir a la Noche de los Museos en un par de semanas, si ahora iba a quedarme encerrada en casa todo el tiempo. También aprendí de la enfermera que el dolor al amamantar es una tontería, todas lo aguantan y yo también debería, pero que no se lo mostrara a mi marido. De lo contrario, él me dejaría. Y gracias a mi abuela me enteré de que yo era toda una perezosa: ¿cómo dejas a tu marido vestir al bebé? Ella lo hacía todo sola, tranquilamente.

Y me surgió una pregunta. ¿Es realmente necesario evaluar a cada madre todo el tiempo? Como si todas nos graduáramos en Harvard materno, y de repente llega una madre descarriada y nos pide humildemente que evaluemos su proyecto de graduación medio incompleto. ¿O es que todas somos personas iguales con una experiencia lejos de ser universal, incluso si tenemos 18 hijos, 40 años de experiencia médica y unas inmensas ganas de hablar sin parar?

Y si realmente quisiéramos aprovechar nuestra experiencia, primero tendríamos que acordarnos de cómo nosotras mismas estábamos tristes, ansiosas u ofendidas. Y cómo fue de ayuda cuando, en respuesta a un problema, obtuvimos comprensión humana. Y no creo que para demostrar comprensión sirvan las bromas inapropiadas o consejos inútiles.

Entender. Y aceptar sin juzgar. Sin sentencia alguna como “madre maravillosa” o “madre horrible”. Con compasión y silencio. Con abrazos fuertes. O si no, simplemente pasar de lado, en caso de no tener tiempo para dar apoyo.

Es lamentable que haya podido entender todo eso solo cuando me tocó a mí enfrentarme con todas las dificultades de la maternidad. Pero mejor entenderlo tarde que participar en los juegos de las madres con experiencia maliciosas: “Encuentra y echa en cara el error de esa mamá joven en 5 segundos”.

Al final es mejor dejar esa mala costumbre. Por ejemplo, si habitualmente te gusta juzgar a muchas madres por día, trata de no superar la cantidad de 10 por mes. O decirles a tus amigas: “Es que compré un libro de Allen Carr en el metro y no me dan ganas de hacerlo más”. Por ejemplo, cuando veo en la tienda a un niño gritando “¡Quiero que me lo compres!”, me doy cuenta de que la madre está pasando por un momento triste y duro. Mejor sigo a donde iba sin decir nada.

Y tu amiga te responde: “Pero yo no soy adicta a eso, puedo juzgar a las madres o puedo no hacerlo, ¡puedo dejarlo en cualquier momento!”.

Y tú le pasas el libro para que lo lea. Pero son solo sueños.

Asya Yavits, autora del canal de Telegram “La vida cotidiana de una mala madre”.

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