Ahora lo vi todo
Ahora lo vi todo

Mi familia estaba esperando a que me muriera para quedarse con mi fortuna

Cuando hablamos de familia, lo primero que se nos viene a la mente es el apoyo incondicional y los momentos felices que normalmente se viven junto a ella. Tristemente, no para todos aplica la misma regla, y es que hay ciertos parientes que no sienten cariño ni empatía por sus familiares, sino envidia e interés. Normalmente, muchos echamos de nuestra vida a ese tipo de personas, incluso si nos corre la misma sangre por las venas, pero ¿qué podemos hacer si nos damos cuenta luego de dejarles todos nuestros bienes y a punto de dar nuestro último suspiro?

Un cajero automático al que le entró un virus

Si algo puedo decir de la vida es que siempre me ha tratado muy bien. Durante décadas, me he sentido un hombre con una suerte que no parece agotarse. Desde que era niño, las cosas que me proponía alcanzar parecían encontrar su camino hacia mí sin que yo tuviera que esforzarme mucho. En el colegio tenía buenos amigos, los profesores me querían mucho y mis notas eran de las mejores de la clase. Con un panorama así, no es ninguna sorpresa decir que, cuando llegué a la adolescencia, también tuve un éxito rotundo con las chicas. Me gradué del colegio a los 17 años y a los 22 me volví a poner un birrete para salir de la universidad. Uno de mis profesores me tenía mucho cariño, así que me ayudó a empezar a ejercer muy joven y pronto empecé a tener buenos ingresos. De ese tipo de ingresos que te alcanzan para darte un muy buen nivel de vida. Se vale decir que tuve muchas novias durante esos años, pero con ninguna terminaba de encontrar la estabilidad y la felicidad que sentía que una relación sana debía tener; así que la soltería se fue haciendo mi mejor aliada a medida que pasaba el tiempo.

Cuando cumplí 35 años, tenía ya varios años sin tener una relación formal y mi prioridad era mi familia. Yo me esforzaba por darles gustos, complacerlos y hasta sorprenderlos de vez en cuando. Digamos que era el “tío rico” al que acudían cuando tenían algún antojo o querían viajar a algún lado. Mi papá había muerto hace varios años, así que las mujeres de mi vida eran mi mamá y mi hermana, además de sus hijos, mis sobrinos, a quienes amaba como si yo mismo los hubiera tenido. Todos eran la luz de mis ojos. Un día, sin esperarlo, la vida decidió dejar de sonreírme. Empecé a sentirme mal, me dolía mucho la cabeza casi todos los días. En poco tiempo, me volví esclavo de los analgésicos y, aunque al principio me hacían efecto, luego dejaron de hacer su magia. Finalmente, dejé de achacarle mi malestar al estrés y al trabajo, y saqué la cita médica que tanto había estado esperando. Cuando llegaron los resultados de mis análisis, sentí que todo a mi alrededor se oscurecía: tenía cáncer en el cerebro y me iba a morir.

Me partió el corazón tener que contárselo a mis familiares. Recuerdo que los reuní a todos en la sala de mi casa y les di la noticia. Mi mamá se lanzó a llorar desconsoladamente y mi hermana se quedó unos diez minutos sin emitir palabra. No podían creer que fuera a dejarlas pronto, a pesar de que todavía era tan joven. Lo siguiente que hice fue llamar a mi abogado y empezar a repartir mi fortuna, que a ese punto de mi vida ya era cuantiosa, entre todos los “amados” miembros de mi familia. Debo confesar que, por varias semanas, atravesé por un túnel oscuro y desolador, lo cual es totalmente normal en una situación así; lo que no era normal era la soledad en la que me encontraba. Me sorprendió mucho ver que ninguno de ellos me llamara para preguntarme cómo la estaba pasando y si siquiera seguía con vida todavía. Cuando el teléfono sonó, sentí un brinco en el corazón y esperé escuchar del otro lado alguna voz conocida, pero no. La llamada resultó ser de la clínica en la que me había hecho los exámenes, necesitaban que fuera cuanto antes a una cita con el médico.

Esos minutos en la sala de espera fueron los más eternos del mundo, pero habría podido esperar toda la vida a cambio de la noticia que recibí. El médico se disculpó profundamente conmigo porque mi diagnóstico estaba errado. Yo lo que tenía era la presión arterial alta, pero mis resultados se habían intercambiado con los de otra persona. Como por arte de magia, sus palabras me sumaron años de vida, literalmente. ¡Casi exploto de la felicidad! Admito que esa equivocación me había hecho vivir mis peores semanas, pero también me enseñó a no dar mi suerte por sentada, porque en cualquier momento podía cambiar. Cuando salí de la clínica, sentí la necesidad de compartir mi alegría con mi gente, así que llamé a mi mamá. No quise decirle nada por teléfono, y menos cuando me confesó que estaban en mitad de una fiesta en casa de mi hermana, una a la que no habían querido invitarme para que yo “no me sintiera incómodo”. Yo me extrañé un poco, pero, con semejante noticia, había un hilo invisible que me halaba hacia mi familia, así que tomé mi carro y me fui para allá. Cuando llegué, me saludaron con normalidad y siguieron disfrutando de su celebración. Entendí, entonces, que tenía que esperar un poco para poder compartirles la novedad.

Hubo un momento en el que me sentí un poco abrumado con tanto ruido, así que preferí salir al jardín para tomar un poco de aire fresco y agradecerle a mi suerte el haberme regalado unos cuantos años más en el mundo. Allí estaba yo, contemplando el azul del cielo, el verde de los árboles y los muchos colores de las flores, cuando escuché una voz conocida que pronunció una frase devastadora: “Mi mamá y mi abuela dicen que ya debe faltar poco para que mi tío se muera y que, cuando eso pase, ya no vamos a necesitar trabajar nunca más porque vamos a ser ricos con su herencia”, dijo mi sobrino de 12 años. Tardé unos minutos en darme cuenta de que él estaba sentado en el jardín hablando con un amigo de su edad y no me veía desde ahí. Sentí de golpe que no pertenecía a ese lugar, que todo este tiempo había estado pagando con mi dinero el “cariño” que ellos sentían por mí. En resumen, era el cajero automático de mi familia y mi muerte, lejos de afligirlos, como pensé que había ocurrido en un principio, los llenó de alegría por la gran recompensa monetaria que iban a recibir. Mi vida solo valía las cifras de mi cuenta en el banco. Qué decepción.

Lo siguiente que hice fue un ruido lo suficientemente fuerte como para que mi sobrino me viera. Confieso que me gustaría haber enmarcado la cara que puso cuando volteó y se dio cuenta de que sus aspiraciones habían quedado expuestas. Lo miré con mucho dolor durante unos segundos, me di media vuelta y me fui de la casa. Al otro día y de la forma más oportuna posible, mi mamá recordó que yo tenía teléfono y me llamó muy temprano, me preguntó cómo me sentía, qué habían dicho los médicos en los últimos días y que si ya había adelantado algo sobre mi testamento. No sé si la venda se había caído de mis ojos o si ella había decidido dejar de disimular. Después de escuchar lo que mi sobrino había dicho, no quise mencionarle a mi mamá que me habían diagnosticado mal, así que preferí seguir con el teatro; al fin y al cabo, era mi muerte lo que les interesaba, no mi vida. Esa misma tarde, fui a la oficina de mi abogado y los saqué a todos de mi testamento; en su lugar, destiné todos los bienes a la caridad. Yo no tenía intenciones de morirme todavía, pero prefería quedar tranquilo en caso de que algo llegara a pasarme, porque me rehusaba a darle el gusto a mi familia de quedarse con lo que yo me había ganado.

Tardé unos cuantos días en empacar las cosas más importantes para mí y en poner en renta mi casa, con todo lo que tenía adentro. Luego compré un pasaje de avión a Europa y me vine a darle gusto a la persona más importante de mi vida: yo mismo. Entendí que todo el dinero que hecho es fruto de mi buena suerte, sí, pero también de mi constancia y mi esfuerzo, así que nadie más que yo merece recibirlo. Mi familia no sabe nada de mí y yo no sé nada de ellos, porque una de las grandes verdades de la vida es que no todos los parientes son incondicionales, algunos solamente son tóxicos.

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